Héctor Vega es director de Fortín Mapocho, una publicación electrónica chilena que os recomiendo visitar de vez en cuando. Este es su editorial hoy:
La muerte del dictador obliga a recordar, en un país donde los mitos reemplazan con eficacia el análisis de los hechos, la actuación de los actores en las últimas tres décadas. La derecha, a mediados de los años 80 entendió que Pinochet constituía un fardo impresentable ante los ojos del mundo y que ello comprometía su proyecto de poder y sus negocios. De allí que junto con abandonarlo políticamente buscó apartarse de los crímenes de la dictadura. Para ello, actuó en dos niveles. Por una parte, buscó separar la figura de Pinochet del Ejército, institución a la cual, hasta el cansancio, rinde homenaje y por otra, se deslindó de sus propias actuaciones antes y durante el golpe militar de 1973.
La actuación de la derecha golpista es parte de la historia, que muchos de los responsables estarían dispuestos a justificar como el costo a pagar por las modernizaciones de las cuales se vanagloria la clase política derechista y por qué no decirlo, la de la Concertación que en sus cuatro versiones desde 1990, ha administrado el legado pinochetista.
Esto ha tenido sus costos para la Concertación, que en su incapacidad de resolver políticamente las contradicciones en su ascenso al poder, terminó por judicializar los problemas sociales, a los cuales calificó de “relaciones entre privados”. En ese orden, caen la salud, la educación, los deudores habitacionales, las tarifas de los servicios privatizados, las relaciones laborales, etc. Pero también allí está presente la suerte del dictador. Ante la incapacidad de los tribunales, pese a pruebas contundentes en su contra, para llegar a una condena, el Estado de Chile, termina simbólica y realmente por abrazar la tesis del olvido y en último término la impunidad.
Si se buscaba la reconciliación, término manoseado hasta el extremo en estos últimos 16 años, la equivocación no pudo ser mayor. Como se ha dicho tantas veces, no hay reconciliación sin justicia, y la institución judicial es parte del Estado, responsable políticamente como institución, al igual que el resto de sus Órganos, lo cual concretamente significa su imputabilidad por notable negligencia en sus deberes. Lo cual obliga, lógicamente, a reconocer como contrapartida, una deuda social pendiente.
Enredado en la trama de sus ambigüedades, el gobierno de la Concertación se decidió, finalmente, a decretar un duelo institucional, más honores militares. Solución que desnuda, una vez más, el compromiso, o la complicidad, con la clase política pinochetista, incluida en ella los altos mandos militares. Como ya se ha dicho en estas columnas, si el ejército es parte del Estado, significa, en pocas palabras, que el Estado se pliega, una vez más, a los dictados del ejército.
Resumamos. Ninguna autoridad, ni política, ni militar, ni judicial ha asumido sus responsabilidades. Pregunto: ¿de qué manera el Estado y sus instituciones esperan asumir la deuda pendiente ante la sociedad chilena? ¿Quién nos asegura que en el futuro las FFAA no se sientan llamadas a ejercer la violencia para encauzar, una vez más, a esta democracia que pierde el rumbo?
No olvidemos que las FFAA han quebrado la continuidad de la República frente a las grandes transformaciones del capitalismo a nivel mundial. Sucedió en los albores de la República en 1830 cuando apoyaron la aventura de Portales frente a la Confederación Perú Boliviana. Sucedió en 1891 cuando la rebelión contra el Presidente Balmaceda. Una nueva intervención tuvo lugar en la primera presidencia de Arturo Alessandri [1924] y posteriormente durante la dictadura de Carlos Ibáñez [1927-1931]; para culminar en 1973 en el gobierno del Presidente Allende.
Esta continuidad en las intervenciones militares plantea en el futuro un serio interrogante en la vida de la República. No olvidemos que nuestra “modernidad vulnerable”, socialmente excluyente, sometida a las coyunturas de la economía mundial, dependiente del precio del cobre, como lo ha sido secularmente en la economía chilena, se impuso, por la fuerza de las armas.
Tampoco es nueva la dimisión de la clase política ante los principios democráticos que ha jurado defender. Ninguna de las actuaciones de la institución militar durante la dictadura podría haberse realizado sin la complicidad de una clase política que en su época traicionó las bases institucionales de la República.
En las tres décadas que transcurren entre los gobiernos de Pedro Aguirre Cerda y Salvador Allende, hubo clara distinción entre la derecha constitucionalista y republicana y los grupos golpistas de derecha.
Nada tiene que ver la derecha golpista de Onofre Jarpa con la derecha que en los años 80 buscó en la Alianza Democrática restablecer la tradición republicana en Chile, léanse entre otros, Hugo Zepeda Barrios, Julio Subercaseaux, Armando Jaramillo y tal vez en un plano menos rupturista con su partido, Francisco Bulnes Sanfuente. Tampoco hay relación entre los demócratas del Partido Demócrata Cristiano, Bernardo Leighton, Radomiro Tomic, Jaime Castillo, Tomás Reyes, Ignacio Palma, Jorge Donoso, entre otros, con quienes apoyaron el golpe de Estado como Eduardo Frei Montalva, Patricio Aylwin, Claudio Orrego Vicuña, Juan de Dios Carmona, William Thayer, etc..
En la búsqueda de la gobernabilidad, en los últimos 16 años, la Concertación ha despejado las dudas entregándose a uno de los ejercicios caros a la “izquierda oficial”, y con lo cual pretende invalidar históricamente la experiencia de Allende; a saber, la necesidad de un origen mayoritario para realizar las grandes transformaciones sociales que requiere la sociedad chilena.
Ahora bien, ninguna transformación social revolucionaria ha tenido un origen históricamente mayoritario. Pues la mayoría y la voluntad de actuar se conquista desde el poder; constituye un ejercicio democrático diario de participación, de respeto, de protección, donde el Soberano, esto es, el pueblo, entrega su confianza según resultados. Si el mandatario no está a la altura depositada en él, el mandante revoca al mandatario.
He allí, la esencia de la práctica democrática y el por qué de las objetivas dudas que hoy se yerguen ante un ejercicio de poder contundentemente deficitario y por ello mismo basado en compromisos, o más exactamente, complicidades con los personeros de la antigua administración pinochetista.
Por ello, está la certitud, como siempre existió en el caso Pinochet, que jamás sería condenado en los tribunales de la República, que el capítulo de la corrupción será blanqueado; el sistema binominal olvidado, así como la elección directa de intendentes y consejeros regionales en 2008 y la derogación de la Ley de Amnistía, etc.
Al blindar el prestigio de la presidencia, frente a contingencias para las cuales no existe respuesta, o como se ha dicho últimamente, “exponer lo menos posible al Estado”, se llega a un status quo, o parálisis del sistema, lo que plantea la legítima duda de la ciudadanía de saber quien exactamente gobierna en Chile, quienes asumen sus responsabilidades y adonde finalmente nos puede conducir este estado permanente de indefiniciones.
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