13 oct 2007

El gesto del Rey


El Rey de España tiene gestos. Y la ausencia de ellos es interpretada de muchas formas aunque solo cabe una, la que es. Uno se para a hablar con alguien que le saluda cuando, o bien tiene interés en esa persona o bien quiere hacer ver que le importa. Si pasas sin pena ni gloria ante él, como le pasó a Rajoy en la recepción Real, es que el Rey quiere decir algo. Y de paso ante los españoles a través de las cámaras de televisión. Pero el Rey debe saber que el gesto de las banderas, de patriotismo moderno y no rancio, que todos detestamos profundamente, ha sido compartido en el corazón por millones de españoles. Si el gesto aparenta enfado no tiene razón alguna, si él es un gran patriota. En cuanto a Rajoy, en vez de la banderita de plástico, sus sesudos asesores le deberían haber encargado una banderita chula en la solapa. El otro día recibí un cariñoso emilio de Ignacio Camacho, periodista al que aprecio y admiro mucho y, aunque a distancia, con el que compartí buenos momentos en Diario 16 Andalucía. Ignacio tiene un pacto con las musas, que no le abandonan. Los demás las buscamos (otros solo tienen musarañas) y unas veces las encontramos y otras no. Ignacio escribió esto en el ABC y hoy sigue la cosa.

A MUCHA HONRA
Por IGNACIO CAMACHO (ABC)
A los jóvenes de mi generación, que ahora frisamos el medio siglo, nunca nos conmovieron demasiado el patriotismo ni las banderas. Nos había vacunado el franquismo con su retórica de nostalgias imperiales, con su matraca de la España grande y libre, que nosotros veíamos pequeña y cautiva, encerrada en un oscurantismo mediocre y rancio que nos tapiaba las puertas de una Europa luminosa y abierta acostumbrada a mirarnos por encima del hombro.
Pero todo eso cambió con la democracia y con el desarrollo, que no casualmente vinieron el uno después de la otra, y nos empezamos a sentir cómodos en un país capaz de concederse a sí mismo la oportunidad tantas veces negada por los demonios de la Historia, en cuyo pesimismo moral habíamos mamado una educación anclada en hondas decepciones intelectuales.

Quizá no pueda decirse que nos embargara el orgullo, pero al menos dejamos de sentir vergüenza.Y así andábamos, más o menos contentos, sensatamente satisfechos con nuestra autoestima colectiva, razonablemente integrados en un marco normalizado de convivencia democrática, cuando de pronto se desató un desvarío quejoso y victimista en el que gentes excitadas comenzaron a reclamar privilegios de desigualdad en nombre de no se sabe qué derechos históricos, y a apostrofarnos a los demás españoles como supuestos represores de sus fantasmales delirios identitarios.

Amparadas en la pasiva inepcia de un Gobierno desorientado y torpe, contemplativo o desidioso, cuando no cómplice, se han empeñado en crear una crisis que compromete un proyecto de libertad tan sereno que ni siquiera necesitábamos reivindicarlo.Y entonces se nos ha despertado en la conciencia una vaga cosquilla de orgullo, más cabal que fervoroso, más reactivo que nacionalista. Yo jamás me he planteado guardar en mi casa una bandera, ni colgarla en un balcón, ni pasearla por la calle, ni menos pelearme contra nadie a palos con su mástil.
Pero me cabreo si vienen unos fanáticos tribales agitando sus excluyentes banderas, a las que yo no he ofendido, a pasármelas por la cara y a esconder o quemar de paso la mía y la de mis conciudadanos. Y siento la obligación de proclamar, sin alharaca ni tremendismo, que esa enseña impugnada, escondida y ultrajada, no sólo simboliza un complejo acervo histórico y un incuestionable hecho nacional, sino que representa la Constitución en torno a la que desde hace tres décadas convivimos con relativa justicia y notable libertad, y merece un respeto y un homenaje en nombre de quienes se sacrifican por los valores que encarna y de los que en ella encuentran el amparo contra la exclusión en su propia tierra. Que se llama España.

El patriotismo moderno no surge de una sacudida emocional sino de una racional convicción democrática. No se proyecta contra nadie, ni es menester sacar pecho ni sentirnos furiosamente españoles para saber que lo somos con todas las consecuencias. Herederos de un pasado convulso de glorias y fracasos, de vilezas y heroísmos, de horribles tragedias y espléndidas hazañas. Pero, a día de hoy, ciudadanos de una nación libre, integradora y abierta hasta para quienes pretenden liquidarla. Españoles, sí, y a mucha honra.
(La viñeta es del blog Caná Sú)