5 feb 2009

Los mil rostros de Al-Andalus, no hemos cambiado tanto



(*El otro día, tras la asamblea de la Asociación de la Prensa de Jerez, pasé un buen rato hablando -eso que se hace tan poco hoy en día, como tantas cosas- con el doctor Félix Bellido. Acordamos que le publicaría un artículo, que os recomiendo leer con detenimiento. Os dejo música de fondo)

No hablo de ayer, ni siquiera de antes de ayer, hablo de hace más de nueve siglos, y ha llovido bastante desde entonces, pero la condición necia de los hombres sigue siendo, al parecer la misma, y hay características que se conservan y perduran a pesar de los tiempos. Que seguimos jugando al escondite y al engañabobos, por duro que nos parezca reconocerlo. Tiempo de titubeos en el que llevamos la vida a trompicones y la ahogamos en cuatro chuminadas. Y preferimos sacrificar futuro mejorable y agarrarnos inseguros a un sistema –que por lo que voy a decir lleva, al menos, 1000 años- que abrir nuevos caminos, favorecer la iniciativa –de verdad, no panfletaria- y dejar que los árboles crezcan para que el bosque se haga más frondoso. No conformarnos con cuatro coloridas macetas de geranios.

Resultado: chupamos sangre hoy para engordar, sin darnos cuenta que construimos anemias para el mañana. Un mañana que llegará inexorable y estaremos tarados de flaquezas.Lo malo es que, desgraciadamente, calla el sabio –no sé si porque se ha quedado afónico, porque tiene miedo, porque se le han dormido las neuronas o, posiblemente, porque vende menos - y habla el jilipollas de turno. Y, además, lo escuchamos.

Ensalzamos al necio y al mediocre que nos da menos quebraderos de cabeza y aupamos al altar a los que no nos turban las conciencias. Compramos ignorancia y ahorramos en gimnasio para nuestra materia gris, no sea que adquiera buenos músculos y nos amargue la vida haciéndonos pensar. Así que hemos encargado a otros la tarea de pensar por nosotros, así podemos dedicarnos a lo ficticio. Y así nos va la vida. Cuando surge alguien que se eleva por encima de la mayoría, abre nuevos caminos, sugiere metas, destaca en algún arte o no se conforma con la mediocridad, aplicamos la ley de la envidia cochina. Y no reparamos en gastos para apalear, degradar, deprimir, echar al suelo... y quedarnos tranquilo en nuestra talla media.

Por eso en estos días, me he vuelto hacia Ibn Hamz de Córdoba, uno de aquellos grandes andaluces que vivieron las últimas luces del Califato cordobés –y hablo del siglo XI-, donde ya cocían habas; parecidas habas a las que cuecen hoy. Y me ha sorprendido un texto, por lo demás de una lucidez impresionante, donde describe el estado de la cuestión. Disculpen mi atrevimiento, pero no he podido vencer la tentación de copiar su escrito al pie de la letra. Sería yo incapaz de describir ese talante ciego y de envidia cochina de muchos paisanos nuestros, a los que sigue invadiendo una especie de ceguera crónica y que han dado en practicar el juego de tirar piedras sobre el propio tejado, de manera que aquí nos vamos a seguir quedando en lo mismo de siempre. Y con el tejado hundido. Seguiremos siendo el culo de muchas cosas, avanzaremos poco –¡tantos son los bastones que ponemos entre las ruedas del carro!- y permaneceremos, para satisfacción de necios, en esa mediocridad estúpida y pedante que quiere rodearse de enanos para parecer más alta. Impresiones ópticas, estética barata, que no sirve de nada.

Ahí va el texto de aquel paisano cordobés que murió en el año 1063 pero que si hoy levantara la cabeza, escribiría lo mismo. Dígánmelo ustedes si no tengo razón. "Esto es particularmente verdad en España. Sus habitantes sienten envidia por el sabio que entre ellos surge y alcanza maestría en su arte; tienen en poco lo mucho que pueda hacer, rebajan sus aciertos y se ensañan, en cambio, con sus caídas y tropiezos, sobre todo mientras vive, y con doble animosidad que en cualquier otro país. Si acierta, dicen: “Es un audaz ladrón y un plagiario desvergonzado”. Si es una medianía, sentencian: “Es una nadería insípida y una mediocridad insignificante”. Si madruga en apoderarse del trofeo de la carrera, preguntan: “¿De dónde ha salido éste, dónde aprendió y cuándo ha estudiado...? Si la suerte le lleva por el camino de descollar claramente sobre sus émulos, o le hace abrirse una senda que no es la que ellos frecuentan, entonces se le declara la guerra al desgraciado, convertido en pasto de murmuraciones, cebo de calumnias, imán de censuras, presa de lenguas y blanco de ataques contra su honor. Le atribuirán lo que no ha dicho, le colgarán lo que no ha hecho, le imputarán lo que no ha proferido ni ha creído su corazón. Aunque sea hombre señalado y campeón de su ciencia, caso de no tener con el poder público relaciones que le procuren la dicha de salir indemne de los peligros y escapar de las desgracias, si se le ocurre escribir un libro, lo calumniarán, difamarán, contradirán y vejarán. Exagerarán y abultarán sus errores ligeros; censurarán hasta su más insignificante tropiezo; le negarán sus aciertos, callarán sus méritos y le apostrofarán e increparán por sus descuidos, con lo cual sentirá decaer su energía, desalentarse su alma y enfriarse su entusiasmo. Tal es, entre nosotros, la suerte del que se pone a componer un poema o a escribir un tratado: no se zafará de estas redes ni se verá libre de tales calamidades, a no ser que se marche o huya o que recorra su camino sin detenerse y de un solo golpe”. ¿Es o no es así? Corregir es de sabios.

Juan Félix Bellido