26 oct 2005

Trafalgar no está en Sevilla


El pasado lunes, el periodista de EL MUNDO DE ANDALUCÍA Javier Rubio, publicó un artículo sobre la batalla de Trafalgar, cuyo bicentenario se celebra en este año. Su análisis coincide con el de muchos españoles hoy en día. Lo reproduzco por su interés y porque tiene más razón que un santo. Leánlo y opinen, queridos cibernautas, porque no tiene desperdicio. Al final, el correo electrónico de Javier, por si quieren dirigirse a él directamente. De nada.

El título de hoy no va por el cabo gaditano del Atlántico, sino por la plaza de Londres (Trafalgar Square) cuyo gobierno queda reservado, en el enrevesado reparto administrativo municipal británico, al alcalde londinense pese a estar en la City.

Y allí, en esa plaza capital de la capital del Reino Unido, tuvo lugar ayer un impresionante espectáculo multimedia seguido en vivo por 10.000 personas en honor del héroe nacional británico por excelencia, el almirante Horatio Nelson, cuya efigie preside la plaza desde su pedestal inaccesible como su figura preside el imaginario colectivo de la nación desde una altura similar. Se trataba de celebrar el aniversario del combate naval de Trafalgar en una efemérides tan redonda como los dos siglos transcurridos desde entonces.

La reina Isabel II prestó su real presencia para resaltar los fastos, que tuvieron el viernes en Portsmouth su punto culminante. En un dique seco de aquella ciudad costera se encuentra restaurado desde 1922 el HMS Victory a bordo del cual Nelson engrandeció su leyenda desarbolando a la Flota Combinada francoespañola y encontrando la muerte. 821 personas de más de 12 años –la edad que tenía el grumete más joven– en honor de la tripulación embarcada aquel 21 de octubre de 1805 accedieron de manera excepcional al camarote donde expiró el almirante.

Ayer, el Príncipe de Gales acudió al servicio religioso en la catedral de San Pablo en su honor. De entre las naciones europeas, Inglaterra ha sido la única consciente de que el dominio de los mares aseguraba su integridad territorial. Así fue con Napoléon y así fue con Hitler, cuando las manadas de lobos de los U2 hostigaban las vitales líneas de suministro desde América.

En Francia, por motivos obvios, la conmemoración ha pasado completamente inadvertida y sólo se ha oído como en susurros la voz de la familia Villeneuve –suicidado antes de reportarse a Napoléon– quejándose de que la historiografía española le impute a su ascendiente todos los muertos de aquella aciaga jornada.

En España, sin embargo, la fecha se ha recordado como un canto a la fraternidad y la paz universales a bordo del buque insignia de la Armada, ese Príncipe de Asturias que el almirante Gravina mandaba en Trafalgar.

Fue un acto como es hoy España: sin mucha solemnidad, sin nada de pompa y rodeado de muchas circunstancias añadidas como la medalla entregada al escritor de una novela de éxito sobre el combate naval inmediatamente después de honrar a los caídos. Nada entre la tripulación ni entre los invitados hacía pensar que el acto tuviera trascendencia para alguien más que para el ministro Bono, con ademanes y palabras de presidente.El naufragio del ‘Galatea’

Ni siquiera en Cádiz –tan ligada a la batalla como a la Armada española– se percibía esa nítida vibración de la Historia que compone el fondo del alma de una nación. ¿Cómo iba a ser así si el presidente de la región donde nació el insigne Churruca había proclamado el día anterior que España existiría mientras ellos y otros secesionistas lo consintieran? ¡Si hasta a algunos cargos electos socialistas por Cádiz les rechinaba el discurso de Bono cada vez que nombraba la patria y el honor!

Sevilla y Cádiz reúnen, por historia, las condiciones objetivas para haberse convertido en los equivalentes a Portsmouth: museos vivos de la historia nacional. Lo único más parecido es el parquecito temático de las tres carabelas colombinas atracadas en La Rábida: pura impostura como la que Julian Barnes fustigaba en su irónico Inglaterra, Inglaterra.

Se intentó con aquel malhadado buque escuela Galatea que se quiso rescatar en los primeros 80 para convertirlo en museo naval flotante, pero el proyecto naufragó como tantos otros por incapacidad propia y acabó restaurado en 1999, con su nombre original, en Glasgow para escarnio español. De modo que en la ciudad que ostentó el monopolio de la Carrera de Indias durante más de 200 años no hay rastro visitable –sí, el Archivo y su montaña de legajos– de aquella historia. Ni siquiera un museo naval digno de tal nombre en la actualidad mientras el Pabellón de la Navegación sigue clausurado en expectativa de destino.

No hay nada porque, en las actuales circunstancias, España es un país sin héroes ni hechos históricos que conmemorar, como si se hubiera arrastrado por la Historia Universal sin nada de lo que enorgullecerse. Los hechos de armas, algunos más que notables y otros ni más ni menos ignominiosos que los de las demás naciones de su edad, producen rechazo generalizado en una ciudadanía desarmada y pacifista.

Y grandes gestas como la de Elcano-Magallanes ni siquiera pueden ya festejarse sin alborotar el gallinero patrio porque ni el pueblo natal del marino guipuzcoano se llama como aprendimos en la escuela. Cuando la réplica de la nao Victoria haya rendido su tornaviaje desde el Japón, lo más probable es que nadie tenga idea de qué hacer con ella y dónde atracarla para que, probablemente, se pudra con parsimonia. ¿Qué mejor lugar que Sevilla?

Nación sin héroes, pueblo sin memoria, país sin historia y ciudad sin recuerdo. Eso es en lo que nos hemos convertido despeñándonos por la Historia desde hace 200 años.

javier.rubio@elmundo.es